Miguel Hernández: el Barbacha, el de La Repartiora

A Miguel Hernández, cuando murió, dicen que no podían cerrarle los ojos, que murió como si no diera crédito, como si no se lo creyera. Literalmente en una cárcel franquista de mala muerte, carcomido por una entente de bronquitis, tifus y tuberculosis, con 31 años se le acabó al poeta el futuro.
Pero menos aún tenía como futbolista. El Barbacha, le llamaban. Y el Barbacha es un tipo de caracol de huerta de la Vega Baja; así de lento subía la banda Hernández. En su descargo, un fútbol jugado en alpargatas bajo la flama eterna que pega en Levante. Aquel equipo se llamaba La Repartiora. Sobre ese curioso nombre hay dos hipótesis, y ninguna gustará a quien fantasee con que el fútbol nada tiene que ver con la política.
Un amigo del poeta, Rosendo Mas, lo atribuía al hecho de que cada uno traía una cosa al partido, y aquello, naranjas o alcachofas, se repartía entre todos. La otra versión no deja de ser una profundización de la primera: el nombre sería un chiste sobre el miedo de la derecha de la época a que si triunfaban las izquierdas, todo, hasta las mujeres -que ahí izquierdas y derechas se han parecido tradicionalmente-, se repartiría. Como no todo es alimento para el alma, Hernández además de versos solía aportar vasos llenos de leche de sus cabras.
Donde La Repartiora jugaba no había megafonía, pero si la hubiera habido habría sonado lo siguiente, con la musica del chotis Por la puerta de Alcalá:
Vencedora surgirá,
porque lo ha mandado el «Pa»,
la terrible y colosal Repartidora.
Por las calles marchará
y el buen vino beberá
porque siempre victoriosa surgirá.
En la tasca habrá que ver
la ilusión con que al vencer
mostrará siempre en su cara lisonjera.
Todo el mundo la verá
bulliciosa y «descará»
porque siempre victoriosa seguirá.
Exacto. Miguel Hernández compuso el himno de La Repartiora. Y aun otra canción más, también con música de otro chotis canónico, Pichi, el chulo que castiga:
Nadie
desde ahora en adelante,
ni el “Iberia” ni los “Yankees”
ni con sus líneas de ataque
ha de poder combatiros
ni el Orihuela F.C.
¡Hurra!
Hurra los repartidores,
los mayores jugadores,
además de bebedores,
en Madrid como en Dolores,
en el campo ha visto usted.
Repite el poeta referencia a la celebración espirituosa, pero introduce un nuevo elemento — el Orihuela FC — que nos lleva a su creación futbolística más conocida: la Elegía al guardameta que le dedicó Hernández al portero oriolano Lolo, al que una mala estirada habría dejado tieso, cabezazo contra el poste de madera mediante, sobre la línea de gol:
Y te quedaste en la fotografía,
a un metro del alpiste,
con tu vida mejor en vilo, en vía
ya de tu muerte triste,
sin coger el balón que ya cogiste.
Fue un plongeón mortal. Con ¡cuánto! tino
y efecto, tu cabeza
dio al poste. Como un sexo femenino,
abrió la ligereza
del golpe una granada de tristeza.
Lo cierto es que Lolo no murió así. Épica literaria manda, claro. Tampoco Hernández se convirtió en aquello que los franquistas como Rafael Sánchez Mazas, fundador de Falange, inventor del lema Arriba España y amigo del poeta, temían: un nuevo Lorca. Aunque sí que le dejaron morir, que es otra manera de fusilar mucho menos engorrosa. Sánchez Mazas logró que le conmutasen la pena de muerte por treinta años de cárcel. La negociación fue directamente con Franco.
“‘Pues no será tan buen poeta’, le dijo Franco a Sánchez Mazas”, recuerda el biógrafo de Hernández José Luis Ferris. “A lo que Mazas le contestó ‘mire, usted puede darme lecciones de estrategia militar, pero no de poesía”. Para Ferris, Hernández, murió “de odio”. Y señala a Luis Almarcha, vicario de la diócesis de Orihuela, posterior procurador de las Cortes franquistas y amigo de infancia del poeta, de quien se consideraba casi “inventor”.
Almarcha tuvo que marchar de España durante la guerra para volver cuando triunfó el golpe. Lo hizo “con una lista en la que el primero era Miguel Hernández. La vida del poeta estuvo en manos de la Iglesia, en manos de Almarcha”, afirma Ferris, para quien el poeta, de seguir vivo, quizá “se habría acabado dedicando al cine, que le entusiasmaba, quizá habría seguido los pasos de Luis Buñuel”.
Pero no. Ni cine ni vio cómo el Orihuela FC poco después de su muerte se convertía en el Orihuela Deportiva, y cómo este murió roto de deudas en los noventa al tiempo que a su vez nacía el Orihuela CF. Tampoco ha llegado a ver cómo un grupo de amigos de su ciudad refundaba el Orihuela Deportiva no hace aún ni un año como un club de accionariado popular alternativo al fútbol-negocio.
“Funcionamos de manera horizontal y asamblearia”, define el vicepresidente José Javier Almagro, uno de los 53 accionistas que pagan 100 euros al año y que se apoyan en unos 200 simpatizantes que aportan otros 20 euros anuales. Junto a la venta de camisetas o bufandas, más los anuncios de comercios de la zona — desde La Bocatería y Frutas Cándido a la barbería Wolf Barber — , suponen el triángulo que hace viable el sueño. La Fundación Miguel Hernández es también una de las colaboradoras. La entidad no trabaja junto al club de los noventa, propiedad de un empresario agrícola, sino con “el Deportiva”, con quien han organizado concurso de poesía “barbacha” o la participación en los Murales de San Isidro, una tradición que se remonta a la primera primavera que Orihuela vivió con Franco muerto y que equivalió a paredes de colores reivindicando la figura de su ilustre vecino.
“Sin duda, Miguel Hernández sería hincha nuestro. Él, por sus principios, estaría contra el fútbol-negocio”, afirma Almagro. “El fútbol trasciende el terreno de juego, construye comunidad. Esos valores están en el poeta”. Para su biógrafo, la asociación de ideas no es descabellada. “El fútbol era para él un vehículo solidario. Además, fue gracias a la Repartiora que cuando se fue a Madrid siguió manteniendo contacto con sus compañeros de Orihuela”.
No eran esos, sus compañeros en La Repartiora, niños yunteros ya. Tampoco lo fue Hernández, aunque haya pasado al imaginario colectivo como un poeta autodidacta y pobre. No fue ni una cosa ni la otra. “Él estudió los diez primeros años de su vida, algo que casi ninguno de los otros niños podía hacer”, recuerda Ferris. Es de ellos, del futuro de esa carne de cañón, de obra, de yunta, de quien el poeta habla en El niño yuntero.
Los conocía bien. Con ellos se divertía, con ellos jugaba al fútbol en la calle, mucho antes de La Repartiora. Junto a ellos se fundió en un futuro tan pobre que no fue ni futuro.
[Artículo publicado originalmente el 28 de Marzo de 2017 en PlayGround Mag]