Ni loca, ni mala madre, ni asesina

Ignacio Pato
5 min readMay 9, 2020

¿En qué momento pasa una periodista de izquierdas a empuñar una pistola? ¿Cómo se convierte una burguesa madre de gemelas en la enemiga pública número 1 del Estado? Para Ulrike Marie Meinhof fue tan natural como respirar.

La escritora y socióloga alemana Jutta Ditfurth publicó hace una década la biografía de Meinhof más documentada que existe, editada en el Estado por Tigre de Paper. En las casi 500 páginas de Ulrike Meinhof las etiquetas que el poder ha impuesto a la activista son ampliamente despejadas por la investigación de Ditfurth.

“La encontraron colgada de una ventana. Enseguida 13 oficiales llenaron la habitación y nadie puso a salvo las huellas. Escondieron su cadáver. La autopsia la hizo un ex-oficial de las SS nazis”, dice la autora sobre las primeras irregularidades tras la muerte de Ulrike.

¿Suicidio o asesinato? ¿Por qué había una escalera secreta que daba justo al lado de la celda de Meinhof? ¿Por qué hubo declaraciones contradictorias sobre el lugar que ocupaba la silla sobre la cual Meinhof se habría presuntamente colgado? ¿Por qué Ulrike tenía marcas de presión en las piernas y arañazos en las nalgas? ¿Por qué nadie le hizo al cadáver un test de histamina que quizá podía haber aclarado si la presa todavía vivía cuando el nudo ahogó su cuello?

Ulrike estuvo en aislamiento 238 días de los casi cuatro años que pasó en la cárcel de Stammheim. El aislamiento tiene un doble y perverso efecto: destruye la voluntad humana a la vez que atrofia funciones cerebrales, degenerando fácilmente en alucinaciones o hipersensibilidad sensorial. En esas condiciones, simplemente el ruido del helicóptero que trasladaba a Meinhof al tribunal podía suponer una brutal sacudida en su sistema nervioso.

“El Estado usó esta tortura blanca. Con Meinhof fue una mezcla de tratar de destruir su cabeza como puro sadismo científico de raíces fascistas. Tras torturarla, quisieron abrirle el cráneo para examinar su cerebro. Hubo protestas de sectores liberales, pero todo aquello sucedió bajo un gobierno socialdemócrata”, señala Ditfurth.

Para el Estado alemán era clave presentar a Meinhof como una mujer neurológicamente enferma. Eso desactivaría el carácter político de su decisión de pasar de periodista de izquierdas a activista de un grupo armado como la Facción del Ejército Rojo (RAF). Loca: solo así podría la RFA justificar que una treintañera y madre burguesa se hubiera convertido en la enemiga pública número 1.

Pero Meinhof en absoluto estaba desequilibrada. Tampoco nunca se demostró que hubiera matado a nadie y tampoco — aunque tradicionalmente se ha pensado que fue su participación en la liberación armada de Baader en 1970 — hubo para ella un único momento que sirviera de punto de inflexión. ‘Nació en 1934 entre vecinos y maestros nazis. La mayoría de su familia eran, también, nazis cristianos’, ilustra Ditfurth. ‘El anti-comunismo era religión en aquella Alemania. En 1959, con 24 años, se afilió al ilegal Partido Comunista. Paralelamente, se convirtió en una conocida periodista de izquierdas en mitad de la Guerra Fría. Como comunista, feminista, divorciada y activista del movimiento del 68 ya estaba fuera del consenso: la teoría y la práctica fueron de la mano”.

Sus hijas Bettina y Regine, que entonces tenían 6 años, fueron dos de las participantes más jóvenes de las manifestaciones del 68. Marchaban cogidas de la mano de su madre, junto al resto de la Oposición Extraparlamentaria alemana.

Durante años caló la idea de que al marcharse con sus compañeros de la RAF a un campo de entrenamiento en Oriente Medio, quiso dejar a sus gemelas en un orfanato en Jordania. ‘Amaba a las niñas profundamente y nunca quiso abandonarlas’, desmiente Ditfurth. ‘A medida que abandonó la vida legal tuvo también que protegerlas de su ex-marido, violento y pedófilo. Finalmente, un editor del Spiegel amigo de este, encontró a las niñas y se las llevó al padre. Ahí comenzó otro drama para Ulrike’.

Klaus Rainer Röhl, el ex-marido, publicó en 1974, con Ulrike en la cárcel, el libro Cinco dedos no son un puño. Allí contaba que ella le había amado, pero él a ella no.

La militancia de Meinhof tuvo poco que ver con el terrorismo chic que mostraba hace años la película Der Baader Meinhof Komplex. La biografía de Ditfurth supura un sufrimiento presente incluso en momentos fácilmente memorables como la respuesta que dio Ulrike a la pregunta del tribunal ‘¿Cuál es su profesión?’: ‘Antifascista’.

Su radical desburguesización estuvo acompañada de un trabajo teórico sobre la legitimidad de la acción directa. Comenzó cuando se preguntó por qué la prensa presentaba como hecho más criminal lanzar puding a la cara del vicepresidente de EEUU que rociar Vietnam con napalm. Meses después, escribía que el incendio de unos grandes almacenes no es en sí misma una acción anticapitalista sino que la clave no radica ‘en la destrucción de la mercancía, radica en la delictividad del hecho, en el hecho de infringir la ley’.

También en un artículo para la revista Konkret — donde también participaban Beauvoir o Enzensberger — escribió las que quizá sean sus dos frases más reproducidas: ‘La protesta es cuando digo esto y aquello no me gusta’. ‘La resistencia cuando me encargo de que esto y aquello que no me gusta no vuelva a suceder’.

¿Era Meinhof una izquierdista aventurera? ¿Creía la RAF que su lucha armada podía servir como foco de una deflagracion social total en Alemania? ¿Era posible declarar y ganarle una guerra al Estado europeo más militarizado de la OTAN?

‘No sé si realmente creía eso, aunque ella, y la primera generación del grupo, sí pensaban que la sociedad alemana occidental estaba en fase prerrevolucionaria. Es algo que análisis críticos de la izquierda de los 70 han probado como falso’, señala Ditfurth. ‘Ella y sus compañeros creyeron que si conseguían afilar las condiciones políticas con sus acciones, serían una vanguardia revolucionaria y el proletariado y los marginados se organizarían y les seguirían. Calcularon mal la conciencia política de la clase trabajadora alemana, pero no creo que Ulrike fuera una aventurera’, completa Ditfurth. Su investigación también ratifica que la RAF tuvo apoyo logístico de la RDA.

Qué rol político habría jugado Ulrike Meinhof de no haber amanecido colgada en su celda con 41 años, pertenece al territorio de la especulación. A su desaparición le siguió una ofensiva de la RAF en el otoño del 77 que culminó con la noche de la muerte en la cárcel de Stammheim y la aparición de los cadáveres de sus compañeros Baader, Ensslin y Raspe en sus celdas. Eclosionaron el movimiento antinuclear y las luchas autónomas por la vivienda, al tiempo que caía el Muro y el neoliberalismo decía que se acabó.

Mientras todo eso pasaba, los restos de Ulrike estaban bajo tierra. El poder impuso una última condición: que su tumba estuviera varios metros separada de la de los demás.

[Entrevista publicada en PlayGround en junio de 2017]

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Written by Ignacio Pato

Política. Periodismo. Cultura Popular.

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